Torá en Español
Rosh Hashaná
La luz anónima
Cinco mil setescientos y algunos años más atrás, el mundo fue llamado a la existencia.
Una masa informe de fuego, piedras, agua y tierra comenzó a ser ordenada por el Soberano del mundo y el mundo vió la luz.
Justamente fue la luz la primera de las creaciones de Dios.
‘Y dijo Dios: ‘¡Qué haya luz! Y hubo luz’.
Dijo Rabí Iehudá: Ésto es similar a un rey que deseó construir un palacio, pero el lugar estaba oscuro.
¿Qué hizo?
Encendió candiles y faroles para saber dónde afirmar los fundamentos; de igual manera, la luz fue creada en primer término para alumbrar al mundo que iría a ser creado.
Poco a poco, el mundo fue cobrando forma.
Al segundo día fueron separadas las aguas y fue creado el firmamento.
Al tercer día la tierra vio la luz.
Al cuarto día, fueron creado los luminares...
Y aquí viene la gran pregunta...
Si los luminares fueron creados allí, sólo en el día cuarto...¿cómo es que el mundo estaba iluminado? ¿De dónde provenía esa luz?
Nuestros sabios se confrontaron con este misterio en el Talmud, y en el Tratado de Jaguigá nos dicen que las luminarias ya habían sido creadas en el primer día, pero fueron suspendidas en el firmamento sólo en el día cuatro.
El sol, la luna y las estrellas estaban allí, en algún lado aportando su luz sin que nadie las viera.
Pareciera que el Soberano del Mundo, quiso enseñarles una lección de humildad.
¡Trabajen tres días en el anonimato! ¡Bríndense tres días en silencio!
Cuando los luminares supieron vencer su sed de prestigio y hubieron ejercitado la humildad durante tres largas jornadas, Dios suspendió sus siluetas en el firmamento y el mundo creado entendió de dónde provenía la luz.
Sin embargo, y aun cuando hoy celebramos la creación del mundo, la misma Torá dedica muy pocas lineas al relato de la Creación. Pareciera que para Dios, no es tan importante enseñarnos qué es lo que Él hizo con el mundo, sino ver lo que nosotros estamos dispuestos a hacer con él.
De hecho, la creación también es un motivo secundario de Rosh haShaná, tan secundario que ni siquiera la lectura de la Torá de este día está dedicada al génesis del mundo, sino a la historia de Abraham, sus mujeres y sus hijos, y fundamentalmente al relato de Akedat Itzjak.
‘Y Dios probó a Abraham, y díjole: ¡Abraham! Y dijo: Heme aquí. Y dijo: Toma ahora tu hijo, a tu único, a quien amas, a Itzjak, y vete a la tierra de Moriá, y ofrécelo allí por holocausto, sobre una de las montañas que te diré’.
Abraham no duda en acatar la orden divina.
Dios pide por sacrificio al hijo de su ancianidad y nuestro patriarca -sin siquiera levantar su voz de queja- se dispone a obedecer.
Abraham no retarda su partida.
El versículo siguiente nos muestra a un Abraham que, con toda premura, ensilla su asno y parte, junto a su hijo y a dos jovenes acompañantes, al lugar que Dios le había señalado.
Al tercer día de caminata, Abraham alzó sus ojos, miró hacia el horizonte y vio el lugar de lejos. ‘Y dijo Abraham a los mozos: Quedáos aquí con el asno, y yo y el mozo iremos hasta allí y nos arrodillaremos y volveremos a vosotros’.
¿Qué nos quiere enseñar la Torá aquí?
¿Por qué Abraham continúa con su caminata en soledad?
Porque Abraham sabe que su devoción y su servicio serán auténticos sólo si se llevan a cabo en el anonimato, a la vista de Dios y no de los mortales.
El hombre devoto, su virtud y su Dios...
Así como el sol, la luna y las estrellas se vieron obligadas a servir a Dios y al mundo creado en el anonimato, durante tres largas jornadas, así también Abraham optó por servir a Dios sin que nadie se entere.
Sólo la Torá, testiga indiscreta de la devoción humana, husmeó y curioseó en el monte Moriá, y nos hace caminar cada año junto a Abraham a la cima del monte, aun cuando el patriarca deseaba hacerlo en soledad.
Abraham, ya no puede caminar en soledad; hoy nos estamos inmiscuyendo en su intimidad.
Y el patriarca ya nunca sabrá si su devoción se debe a su amor por Dios, o a su deseo por conmover a aquellos que somos espectadores de su virtud.
De haber podido, Abraham hubiese clamado a la Torá: ‘¡No lo cuentes!, por favor. No quiero intrusos’.
Todos somos Abraham.
En estos Iamim Noraim, golpearemos nuestros pechos, rezaremos con devoción y jamás sabremos si nuestro servicio es auténtico, o sólo deseamos impresionar a nuestro vecino.
La auténtica devoción, solo puede ser vista por Dios.