Torá en Español
Tishá Beav
Cuando entra el mes de Av
El historiador inglés Arnold Toynbee definió alguna vez al pueblo judío como “un fósil”, cuya obstinada permanencia en el escenario mundial resulta imposible de explicar.
Esta sentencia, que le valió a Toynbee el mote de antisemita, expresa sin duda una característica saliente de nuestro pueblo, que “se niega” a desaparecer de la faz de la tierra a pesar de innumerables persecuciones, matanzas y muestras de odio.
¿Cómo es posible explicar esta cualidad?
Quisiera traer hoy dos historias que bien pueden ayudarnos a responder esta pregunta:
La primera de ellas es una anécdota referente al Rabino Hans Harff Z´L, uno de los pioneros del judaísmo liberal latinoamericano llegados a las costas de Sudamérica en los años previos a la Shoá.
Se cuenta que en los días previos a la Noche de los Cristales Rotos, el Rabino Harff (que por entonces no era Rabino, sino estudiante en el Seminario Teológico de Berlín) estaba sentado con sus compañeros de clase en el patio del Seminario, cuando una pandilla de jóvenes antisemitas pasó por el lugar y comenzó a arrojarles piedras.
El clima en la Alemania de aquellos días ya bullía y los jóvenes estudiantes permanecieron por largo rato sentados sobre el césped cabizbajos, desorientados y en silencio.
El Profesor Leo Baeck Z´L, que por entonces era una de las figuras más prominentes del Judaísmo liberal alemán se acercó a sus alumnos, tomó una de las piedras arrojadas sobre ellos y les dijo: “Cuando sean Rabinos, ustedes tendrán el mandato moral de transformar estas piedras de odio en piedras fundacionales de nueva vida judía”.
Unos pocos días antes del cierre del Seminario en manos de los nazis en el año 1938, el Prof. Baeck ordenó a aquellos alumnos quienes partieron hacia Sudamérica con aquellas piedras en sus bultos, transformándolas en piedras basales de nuevas sinagogas en el continente americano.
El segundo de los relatos, es un episodio talmúdico citado en el Tratado de Baba Batra (60b):
Se nos cuenta que cuando el segundo Templo fue destruido, comenzaron a abundar los ascetas en Israel que se privaban de la ingestión de carnes y vinos.
Se les acercó Rabí Ieoshúa y les dijo: ‘Hijos míos… ¿por qué razón han dejado de comer carne y de beber vino?’.
Le dijeron: ¿Acaso comeremos la carne que era ofrendada sobre el altar ahora que los sacrificios fueron anulados? ¿Beberemos del vino que era derramado sobre el altar ahora que dicha práctica fue anulada?
Les dijo: ‘¡Entonces no deberíamos comer pan, ya que las ofrendas de cereales también fueron anuladas!’.
Dijeron ellos: ‘Tal vez debiéramos arreglarnos con frutas…’.
‘Tampoco frutas -dijo Rabí Ieoshúa- ya que las primicias fueron anuladas’.
‘Tal vez debiéramos arreglarnos con otras frutas’
.
Les dijo Rabí Ieoshúa:
‘¡Tampoco bebamos agua, ya que fue cancelado el derramamiento de agua sobre el altar que se hacía en Sukot!’
Entonces se callaron.
Les dijo: ‘Hijos míos, escuchen lo que les digo: Dejar de guardar duelo resulta imposible; pero guardar un duelo exagerado también resulta imposible ya que no se puede decretar una imposición sobre la comunidad sino cuando la mayoría de la comunidad va a poder respetarla… Por ello, han dicho nuestros sabios: ‘Cuando un hombre ponga yeso en las paredes de su casa, debe dejar una porción sin enyesar. Cuando el hombre prepara su comida, debe dejar de lado algún ingrediente y la mujer que se coloca todos sus ornamentos, debe dejar de lado alguno de ellos… ya que está dicho: ‘Si te olvidare, oh Jerusalén, olvide mi diestra su habilidad. Adhiérase mi lengua al paladar si no te recordare, si no pusiere a Jerusalén por encima de mi mayor alegría’ (Tehilim 137, 5-6)”.
Si la primera anécdota nos muestra cómo supo el pueblo judío levantarse en tiempos de crisis, este segundo relato nos enseña que mirar al pasado resulta fundamental, pero un pueblo debe aprender a mirar al pasado con un ojo mientras mira al futuro con el otro.
El duelo es imprescindible. Pero también es imprescindible saber continuar.
El pueblo judío pudo sobrevivir los vaivenes de la historia cuando comprendió que el pasado debe recordarse, pero jamás uno debe quedarse estancado allí.
Y si Toynbee tuvo razón, y nosotros somos un “fósil”, no será porque nuestro corazón se haya fosilizado sino porque siempre supimos levantarnos de las cenizas transformando cada ruina y cada piedra en el fundamento de una nueva construcción.